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miércoles, 28 de noviembre de 2012

La "Corpo"


Que la marcha del 8 de noviembre y el paro nacional del 20 hayan sido un éxito de participación cada uno en su género entusiasmó a los millones de disconformes que ha producido la administración K a través de los años. Los fue generando a golpe de arbitrariedades, excesos, destrato, groserías, aprietes, inmoralidades y delitos.
En sí son equiparables en la trascendencia pero disímiles en la génesis. El 8N fue un hecho espontáneo, la coincidencia de millones de almas que, por obra de la tecnología, pudieron expresarse en el mismo momento. Fue un partido abierto al público. El 20N fue armado, como todas las movilizaciones sindicales; un hecho de fuerza en medio de una lucha de mafias donde nada es espontáneo, ni gratis ni voluntario.  
Después de décadas de peronismo en el ambiente, la Argentina se transformó en una sociedad notablemente curiosa: por un lado demuestra una tolerancia infinita a la corrupción, el atropello a la ley  y la guaranguería, y por el otro, ha desarrollado una intolerancia visceral a la libertad ajena. Está permitido todo excepto disentir con la mayoría y eso es una dictadura. En la Argentina se instaló la dictadura de las mayorías con el acuerdo de todos los sectores políticos o sea, con la anuencia de los representantes de las minorías.
Ese es el drama nacional. La corporación que conforman el poder político y el económico es tan vigorosa que no hay quien se le niegue. Ante su poderío vamos viendo inclinarse a empresarios, sindicalistas, jueces, legisladores, diplomáticos, periodistas y hasta autoridades religiosas. La “corpo” banca; por acción u omisión. O están con ellos o hacen la vista gorda, que es la otra manera de participar. La corporación es un monstruo con vida propia, alimentado por sus propios integrantes y que consiste en una enorme bola de variados privilegios. Los hay económicos y en especies. Las ventajas a las que se accede a través de la corporación implican desde el billete cantante y sonante al tráfico de influencias; el negocio y el negociado, la impunidad y el reciclado indefinido de cualquiera. No es fácil llegar pero, una vez adentro, la “corpo” no se abandona más. Como la droga, ese paraíso es un viaje de ida.
Vista la larguísima lista de beneficios que vienen en el combo, es legítimo que muchos sueñen con pertenecer a esa “elite” porque la ambición humana es eso, querer más. Pero también por eso mismo es tan importante el marco de valores que impere en la sociedad. Lo grave no es que algunos quieran gozar de privilegios sino que nuestro sistema de principios tolere cualquier inconducta, que los permisos para la inmoralidad y la defraudación sean ilimitados y que la ley esté de adorno; lo grave es que la propia sociedad, más allá de la justicia, no castigue la voracidad delictiva de sus integrantes. Porque ahí sí, al no existir barreras morales de contención a la avidez, los inescrupulosos se multiplican porque se respira en el ambiente un permiso infinito para cualquier cosa. La sociedad admite todo, critica ácidamente en privado pero en público disculpa y le extiende la mano al peor de los tránsfugas.
En el fondo, entonces, parece comprobarse que el público rechaza la inconducta porque no puede practicarla, más que por lo que tiene de indecente. No es repudio sino envidia; lo que enoja no es lo turbio de los hechos sino no estar allí, la exclusión. Y por eso cuando llegan, todos repiten; se suman a la sinfonía de la “corpo”: privilegios, efectivo y tarjeta.
Como el sistema se cambia únicamente desde adentro, va a ser difícil encontrar quién se anime. ¿Alguien puede imaginar a un juez reclamando pagar impuesto a las ganancias como cualquier cristiano? ¿O a un diputado negándose a usar la decena de pasajes que tienen a disposición anualmente o negándose a cambiarlos por dinero en efectivo como suelen hacer a fin de año? ¿Es realista creer que algún empresario rechace los créditos que otorgan los bancos oficiales indexados por el CER a 20 años y en pesos, o un subsidio a la actividad que desarrolla, al producto que fabrica o al servicio que presta? ¿Se lo imagina denunciando el dictado de una resolución que frena el ingreso al país de la competencia?
¿Hay posibilidad de que los cargos electivos dejen de ser heredados entre parientes, que los nombramientos no se obtengan a dedo y que la amistad deje de ser el filtro? ¿Usted especula con que algún día los funcionarios respondan con su patrimonio personal a los juicios al estado que devienen de las decisiones que adoptan?
¿Se imagina una Argentina sin clase privilegiada?
¿Se explica ahora la falta de representación? Mire alrededor y haga una lista de los políticos, funcionarios, burócratas, empresarios o legisladores que se oponen al sistema en el que vivimos.  
 Las minorías también colaboran con la dictadura que impera hoy en la Argentina. Por eso callan y tratan de pasar desapercibidas. Por eso suelen animarse, como mucho, a algún “twit” o a algún titulillo contra la gestión K. Pero que nos quede claro: los que critican no quieren reemplazar esta dictadura electiva por una república. Quieren, apenas, reemplazar a los K.  

domingo, 11 de noviembre de 2012

El Día "D" (de "después")


Aplacada la adrenalina que generó la movilización más imponente que la ciudadanía le hizo al peronismo desde la histórica celebración de Corpus Christi, vino el tiempo de las reflexiones.
 
Según el gobierno fue un fracaso. El resto del mundo se impresionó. Un millón o quizá algo más de personas movilizadas espontáneamente por el desagrado que provoca una persona y el hastío que producen sus políticas es para impresionar. No estoy segura si lo que más le sorprendió a los K fue la contundencia del evento o los buenos modales de los participantes pues ellos carecen de ambos; lo cierto es que el argumento más lúcido que encontró el oficialismo cuando vio caer el relato brutalmente “knockeado” por la realidad fue cierta falta de claridad en el reclamo. 

¿Habría que explicarle a quien no escucha que “No hay peor sordo que el que no quiere oír”? Decididamente no y ante ese panorama la sociedad tiene dos tareas inminentes: aceptar que este gobierno no va a cambiar el rumbo y canalizar esa energía renovada y constructiva que mostró en la marcha hacia una salida electoral. Por ahora está faltando relacionar el descontento general con la acción política, única vía para cambiar las cosas. Mientras ese paso no se materialice, estaremos estancados en el dilema del eslabón perdido. Los argentinos nos enfrentamos a dos peligros: uno es la supervivencia del kirchnerismo, que lleva una década mostrando una capacidad de recomposición impensada; el otro es la carencia de opción a esa fuerza carnívora.  

El oficialismo, por su parte, tiene un problema insalvable que puede convertirse en la fuente de su autodestrucción: no puede con la clase media y cuando no entiende, el kirchnerismo hace lo que hace el necio: levanta la apuesta, y más se aísla en su ignorancia y en su error. La explicación es sencilla pero indigerible para los interesados: la enorme mayoría de esta dirigencia peronista proviene de familias de clase baja. Casi todos dieron un brinco económico que los hizo adelantar varios casilleros de golpe. Fueron de Tolosa a Puerto Madero casi sin escalas. El nuevo vecindario colaboró con la confusión; les devolvió una imagen de clase alta que destiñe al sólo golpe de vista pero peor aún que la versión equivocada de ellos mismos es que en el salto pasaron raudos sobre las cabezas de la clase media sin detenerse y perdieron la oportunidad de tomar contacto con el sector más genuino del proceso de la generación de riqueza.  

La clase media es el pilar económico de las sociedades modernas. La histórica clase media argentina estudia y quiere que sus hijos estudien; piensa en el futuro, hace planes y tiene proyectos. Esa clase media vive de su ingreso, ahorra y es la menos subvencionada de toda la pirámide; espera la mejora de su calidad de vida de su propia iniciativa. El esfuerzo y la superación son el motor de sus acciones. Sus definiciones de dignidad y de progreso colisionan con las del “stablishment” encaramado en el poder y por eso no se siente representado por ningún miembro de la corporación política de la que el peronismo es anfitrión hace varias décadas, a la que impuso sus malos modales y a la que fue invitando al resto que, con escasísimas excepciones, se sumó gustoso. 

La clase baja, esa que el peronismo multiplicó con perversa planificación para su propio y exclusivo beneficio, espera todo de los demás. Su signo inconfundible es la mano extendida. Vive de la beneficencia pública y privada y en su rutina de vida el esfuerzo no califica. Se pide y eventualmente se exige. Sus integrantes son el producto de una política populista que los necesita y los tiene de rehenes.  

Otro problema de los K es que no han trepado a sus lujosas torres con vista al río escalón por escalón. La clase media que llega a esas cimas lo hace subiendo piso por piso; un peronista desembarca por la terraza, quién sabe cómo y quién sabe de dónde. Por eso nunca se cruzan en el trayecto. La clase media es el espejo en el que el kirchnerismo se niega a mirarse. Los valores de la clase media son una trompada en la boca del estómago para quienes hacen trampa en el juego de la vida.  

El peronismo aplica una noción errónea de dignidad; cree que lo importante es tener y por eso reparte limosna. La clase media entiende que lo que dignifica las posesiones es el modo con que se obtienen; para ella las legitima el cómo y no el qué.   

Las diferencias entre esa clase media y el peronismo son tan abrumadoras como insalvables. Nunca podrán doblegarla porque no existe el subsidio a la sana ambición de progreso. A los millones que hoy engrosan la base de la pirámide social como a los poderosos de la cúspide los compran con ventajas materiales. A la clase media, no y por eso el poder de esa parte de la sociedad es enorme. Cuando se dé cuenta y decida sacarle la alfombra a este sistema, que se agarren de la torre los corruptos.
 
 

martes, 6 de noviembre de 2012

Que nos escuchen todas... y todos!!!

 
Es banal ocuparse de detalles coyunturales cuando la gravedad del enfermo hace temer por su vida; como si decidiéramos hacerle un lifting tras confirmar el diagnóstico de una enfermedad terminal.
Cada vez que recibo la invitación a una mesa redonda, una exposición o un debate sobre las elecciones en Venezuela, la globalización en el siglo XXI o la historia de las relaciones bilaterales con el Estado del Vaticano me sube la presión. Y cuando veo que entre los disertantes figuran connotados miembros de la llamada “oposición”, el desagrado se transforma en ira.
Porque nadie puede desconocer el hecho de que estamos asomados al abismo y que el único debate que cabe en estos días es cómo evitar zambullirnos en una dictadura electiva. Dedicarle tiempo a cualquier otro tema significa distracción para el público y complicidad con el régimen. Para que sea posible que la autoridad se apodere de nuestras libertades se necesita de la colaboración de todos los factores de poder: la oposición política, los sindicatos, las comunidades religiosas, los medios de comunicación y el poder económico.  Si pasamos revista, hay un alarmante alineamiento de unos y otros actores a la política de pan y circo: el dinero está acomodado bajo el sobaco de los negocios con el estado y desde allí se enriquece, calla y otorga; los diferentes credos, otrora defensores de principios y valores morales, emiten muy de tanto en tanto un imperceptible ruidito que, por tímido, no alcanza ni a sonido; las décadas de promiscuidad con el poder político debilitó tanto a los sindicatos que en la actualidad, aunque quisieran, no tendrían la fuerza suficiente para hacerle frente al proyecto de poder absoluto; el periodismo resultó ser la más auténtica de las resistencias pero el dinero oficial viene comprando y alquilando voluntades a un ritmo imparable y la bola de medios que responden al “relato” es de una magnitud sólo comparable a la que construyó Perón a lo largo de su dictadura allá por los años ´50.
Vaya un párrafo especial a la “oposición”. Varios de los más televisivos seguramente no leerán estas líneas por estar fuera del país. Hace unas pocas semanas los vimos, relajados, sonrientes y juntos, en el Caribe. Parece que fueron a Venezuela intentando frenar, sin suerte, las prácticas de fraude que no pudieron evitar en la Argentina en 2011. Vinieron con el tiempo justo para vaciar la valija y cambiar guayabera por ropa de abrigo y volar a Estados Unidos. Como el riesgo de irregularidades por el norte está reducido a cero, tal vez les quede un rato para aprovechar los precios conmovedoramente bajos que pone al alcance del consumidor el capitalismo salvaje. O, dicho en otras palabras, que se dediquen a hacer shopping puro y llano.
Algunos hasta nos harán la concesión de volver rápido para estar presentes en la marcha de protesta del 8 de noviembre, tanto como para arañar algún rédito político pensando en futuras candidaturas. Es que la sociedad está tan espeluznantemente sola en esta lucha contra la dictadura y tan golpeada por la estafa recurrente de las distintas “oposiciones” que cualquier mínimo detalle de atención a sus reclamos lo recibe como una gota de agua en medio del desierto.
Pero llegada a esta instancia, esa gente movilizada tiene que reconocer y aceptar que todos los políticos en la Argentina gozan de un sinfín de privilegios y que, a la hora de la verdad, sus intereses los ubican más cerca de los otros privilegiados que del ciudadano de a pie. En esa encrucijada no les importa su procedencia ideológica. Los diputados y senadores de cualquier partido se reparten las pensiones graciables (que otorgan discrecionalmente a quienes ellos deciden y a veces se las quedan para consumo familiar); cada mes cobran unos 20 sueldos mínimos, suma que aplaca los nervios a cualquiera; disponen de decenas de pasajes que usan o los cambian por dinero en efectivo; tienen autos, vales de nafta, secretarias, infraestructura, cargos para nombrar personal que se viene apilando en la administración pública y que en muchos casos allí se eterniza aún después del fin del mandato del funcionario que lo nombró; sesionan una vez cada muerte de obispo; viajan por todo el mundo invitados por gobiernos, empresas, organizaciones no gubernamentales o por nosotros, los asalariados que pagamos impuestos. No rinden cuentas de su trabajo, del grado de eficiencia de sus gestiones, de sus gastos ni de nada y tienen un carnet de cuero con la foto (sólo de frente aunque varios deberían portar esa de frente y perfil con el número debajo), paquetísimo carnet que les garantiza impunidad en la vía pública porque saben que viven en un país donde ser clase dirigente es un privilegio.
Para que tenga una idea, los diputados se reparten en 45 comisiones permanentes y entre 24 los senadores (restando al vicepresidente y alguna otra autoridad, a razón de dos y un pedacito de senador por cada una). Cada comisión, en la práctica, significa presidente, vicepresidente, secretarios y secretarias, asesores (nunca olvidar los valiosísimos asesores), puestos, cargos, nombramientos y  burocracia a granel.
Ahora yo le pregunto al amable lector: ¿Cree que uno de los 257 diputados o uno de los 72 senadores querría cambiarse por Ud? ¿Se le ocurre un buen motivo para eso? ¿Se imagina a uno de los 257 o de los 72 cambiando el sistema y despojándose de alguna de las ventajas mencionadas? ¿Los vio alguna vez con la SUBE en el bolsillo esperando el 254 en Constitución o el tren en alguna estación del conurbano? ¿Supone que invierten sólo 6 pesos en esos estresantes almuerzos de trabajo que suelen ocuparlos hasta pasadas las 4 de la tarde?
Algunos diputados y senadores opositores, en lugar de sesionar y tener asistencia perfecta en las reuniones de comisión ya que el oficialismo sí lo hace, firmaron un compromiso público en orden a que la ciudadanía les crea que evitarán la reelección indefinida de Cristina Kirchner. La noticia puede resultar auspiciosa dependiendo de cómo se la lea. Porque también puede alarmarnos que los legisladores tengan que comprometerse explícitamente y por escrito a no violar la Constitución Nacional porque sus palabras ya no tienen valor ante la opinión pública, y no la tienen porque se han cansado de traicionar sus propios dichos. Patricia Bullrich es apenas una muestra de esa inconducta saltimbanqui. Suena pavoroso, ¿cierto?
Además, no va a faltar el idiota que critique a Carrió por no firmar ese panfleto vergonzoso que privilegia los gestos corporativos sobre el valor de la individualidad. En una sociedad profundamente socialista como la argentina, distinguirse es pecado y en este caso particular, en las críticas mezquinas va a pesar más la resistencia a sumarse al sindicato legislativo de un instante y para la foto que la coherencia de conducta que se obtiene sólo a través del tiempo. Las acciones colectivas sirven para neutralizar las diferencias porque todo va a parar a la misma bolsa y en una sociedad que tiene historia de actitudes públicas reprochables el manto masificador es cómodo y ventajoso.
 
El gobierno es sordo, mudo y malo; y no malo de ineficiente sino malo de maldad. No va a cambiar porque no quiere y porque no sabe ser mejor. Nació en la marginalidad de la política, allí creció, hibernó y perduró. Volvió recargado con los derrotados de ayer y los resentidos de hoy. No tiene arreglo. Entonces, sería útil un doble objetivo para la marcha del 8N: recordarle nuevamente al kirchnerismo que está incumpliendo con todos los principios de la república y a la oposición, que para derrotar a la dictadura electiva necesitamos algo más que críticos verbales de la actual gestión.