El magnificado episodio ocurrido en un canal de
televisión cuyo bajísimo rating haría juego con los escasos escrúpulos de sus
titulares, es el ejemplo perfecto del postulado del economista Ludwig von
Mises: “El problema con el socialismo es que hasta quienes están en contra
aceptan sus postulados”.
El hachazo que le pegaron a un programa de entrevistas
que estaba al aire y en vivo produjo la estampida de un grupo más o menos
numeroso de noctámbulos twitteros que salió inmediatamente a teclear “Censura!”
“Censura!” y a especular sobre el origen de la orden.
Por mucho que desagrade, no se trató de censura alguna
sino todo lo contrario: el dueño de un canal de televisión hizo uso de su
libertad de transmitir o dejar de transmitir y su empleado también ejerció su
libertad eligiendo quedarse y declinando la opción de renunciar tras el hecho.
Fue un tema entre privados y el alboroto sobrevino por el motivo equivocado.
La profunda incultura que tenemos los argentinos en materia
de libertad enfiló mal el debate. El punto no era una censura que no existió
sino la pavorosa connivencia entre el estado y el empresariado que, como en la
Alemania nazi, viene haciendo estragos en nuestro país. No es tan grave que un
funcionario pretenda no ser criticado o desenmascarado como que un empresario sepa que existe la impunidad suficiente para negociar privilegios mutuos con
el gobierno de turno.
A todo esto, la pregunta recurrente era quién había
sido el responsable de interrumpir la jugosa entrevista que el periodista
Marcelo Longobardi hacía al ex jefe de gabinete K, Alberto Fernández. Unos
repetían el nombre del ministro De Vido, quien reemplazó al propio Fernández como
monje negro del seguimiento de los
medios una vez que aquel fuera expulsado de la órbita k. Entre el estupor por lo
sucedido y el placer de escuchar a un ex oficialista criticar a su antigua jefa
(nada inusual en la política argentina) algunos memoriosos recordaban que durante
su segmento de poder y fama, el pulgar de don Alberto también había ejercido su
poderosa influencia.
Otros aullaban “Fue orden de Cristina!” y mientras
tanto los minutos pasaban y la repetición del programa abortado, tampoco se
pudo ver. El kirchnerismo “duro” (que para los extremosos es la totalidad) detesta
cualquier expresión, de modo que el origen de la supuesta directiva es lo de
menos. A ellos les encantaría que nadie opinara, ni siquiera a favor. Descreen de
la comunicación interpersonal aún entre ellos mismos y por eso establecen
contactos escasos y celulares. Para
muestra basta la figura de Máximo, el mandamás de La Cámpora, quien por estos
días es eje de la política nacional y nadie le conoce el timbre de voz.
Los crédulos descontaban la renuncia inmediata de un
Longobardi furioso porque el hecho había servido para descorrer de un cachetazo el velo de sus
incólumes ojos y por primera vez había podido sospechar cierta connivencia “non santa” entre su jefe y
la pelota de publicidad oficial que recibe el multimedio y que lo hizo dócil al supuesto pedido. Los bienintencionados
twitteros que buscan afanosamente la punta a este ovillo malsano se
entusiasmaron con la trascendencia que tomaría el ruidoso portazo del
conductor.
Pero tal portazo no llegó y por si le faltaba algún
ingrediente agridulce al tortón, a cambio sólo tuvimos algunas horas después un
amable encuentro entre el empresario Daniel Hadad y el locuaz periodista
deportivo Víctor Hugo Morales explicando los detalles del episodio. Alguna audiencia
recalcitrante que descree de la calidad moral de gente como Hadad o Morales, interpretó
el encuentro de dos cruzados del régimen como el encuentro de dos cruzados del régimen.
Aclarado por esos dos pilares de la libertad de prensa que en
absoluto se trató de una torpe maniobra para acallar críticas que involucraban
a la presidente y a su vice, ya quedaron pocas dudas de cómo y por qué se habían sucedido los hechos, si es que en algún momento las
hubiese habido.
Tamaña irregularidad llevó a un programa que, en el mejor de los
casos, araña el punto de rating a los diarios y a un extenso debate en las
redes sociales. Independientemente de aquello de “No aclares que oscurece” nadie
salió bien parado; el peor fue Longobardi
porque hasta el público más distraído tiene su opinión formada sobre Hadad,
Victor Hugo, De Vido o quien sea que haya dado la orden. Pero que el “censurado”
hubiese digerido sin chistar ese caramelo lo desluce y mucho. Suena igualmente sorprendente (o no) que el mismo Fernández se apurara a despegar al dueño del canal de cualquier conducta impropia culpando del hecho a la "imbecilidad política".
En unos días, aquello será una anécdota más que
ilustra y engrosa la teoría de que todo hombre tiene su precio y mucho más en
la Argentina. Para el observador agudo lo que subyace es la preocupación de
lidiar con una clase dirigente asociada y sin escrúpulos y unos dirigidos confundidos y sin parámetros.