

¡Qué locura esos sacramentos de pavita, por favor! Si vos estabas ahí, Gorda, te aseguro que no dejabas ni las migas; en cambio yo soy más dulcera así que después del segundo, me dediqué a los alfajorcitos de maicena. Acompañados de ese té inglés fantástico que me sirvieron, sentada mirando el jardín mientras caían los últimos rayos de luz del día sobre la pileta y escuchando de lejos los preparativos ciudadanos de una gesta patriótica, me sentía en el cielo, Gorda, te lo juro; no me cambiaba por nadie.
Todo era perfecto, desde el dueño de casa, amigable y movedizo, hasta la última de las empleadas, impecablemente uniformadas con unos delantalcitos de broderie que, te apuesto, hablaban francés. Eran iguales a los que sacan en el programa de Mirta. Los invitados, regios; la mesa, un placer; la casa, soñada; cada detalle era una auténtica delicadeza; hasta la mezcla de perfumes de la gente daba bien. Y encima, una causa noble nos reunía; pensá, Gorda ¿qué más se puede pedir?
De pronto un señor peló un listado de gente que se había anotado para desarrollar distintas actividades; se ve que la cosa venía a full de atrás y que el grupo no era nuevo así que como para mí era la primera reunión, me senté calladita a un costado, dispuesta a pasar desapercibida, aprender y aportar modestamente, si había oportunidad.
La preocupación que los convocaba esa tarde era la recolección de voluntarios para fiscalizar la elección del 28 de junio. Vos sabés que yo estoy más ducha en eventos de caridad que en cuestiones políticas pero me llamaron la atención sobre todo, dos cosas: que todos hablaran en plural y que mencionaran a los terceros por el nombre de pila.
“Nosotros venimos hace rato dando charlas para capacitar a los que se nos acercan” dijo un joven muy elegante, flaco, de corbata Hermes y un traje para el infarto de bien cortado. Las caras me sonaban todas. Yo estoy suscripta a “Caras” y no le paso el ejemplar a mi depiladora hasta memorizar uno a uno los asistentes a cada reunión que se hace en Buenos Aires, pero esa tarde estaba un poco embarullada con mi mailing virtual. ¡Eran tantas caras conocidas! Creo que a ese chico en particular lo tengo del Abierto de Palermo, pero no importa; te sigo la descripción.
Empezaron a nombrar a los anotados en cada comisión. Mi cabeza giraba a mil tratando de decidir a cuál incorporarme y se ve que ahí me fui un poco porque perdí el hilo de la charla y cuando conecté de nuevo con el grupo, estaban hablando varios a la vez. Traté de escuchar de qué se trataba pero quedé definitivamente afuera. Abandonados sus apellidazos, los habían reemplazado por sobrenombres, nombres de pila y diminutivos lo que me complicó aún más mi muda integración.
¿Corita? repetía yo en silencio a ver si mi disco rígido lograba identificar sus señas particulares pero pasó lo que siempre pasa con la tecnología y los archivos: guardan toneladas de información al soberano botón. Es ley que las cosas jamás están a disposición cuando uno las necesita. Mientras pulsaba el imaginario “buscar” hacía una somera evaluación de lo invertido en comprar la saga completa de revistas faranduleras y llegué a la conclusión de que era un fangote. Debatiéndome entre la furia ante la evidencia de mi pésima inversión y la impotencia de no descubrir quién diablos era Corita, abandoné el vano intento y, naufragando en una profunda frustración, me focalicé en Francisco que, para ese instante, era el eje de la charla y de quien todos tenían algo que comentar. Ahí me di cuenta de otras varias cosas; que él no estaba allí pero que era amigo de la mayoría de los presentes, sobre todo de un canoso con gesto de seductor empedernido, portador de una corbata algo estridente, caro recuerdo del menemismo transitado, se me ocurrió especular.
Reconozco que lucían algo desprogramados pero la sola inquietud cívica de aquel grupo me emocionó. Se los veía tan preocupados como convencidos de la necesidad de hacer algo, y tan decididos a hacerlo como desorientados sobre el qué y el cómo.
Nunca saqué quién era Corita pero que “Francisco” era de los nuestros me quedó clarísimo. Reconozco que me sorprendió escuchar a un prominente empresario, uno de los poderosos poderosos, Gorda, asegurando con alivio que para la custodia de las urnas del conurbano teníamos garantizada la colaboración de Barrionuevo y sus muchachos. “Estamos salvados” se le escapó a un líder social que abría los ojos y cerraba la boca. No pude determinar si estaba más espantado que asombrado de las afinidades que afloraban o al revés.
Te confieso, Gorda, que a mí no me tranquilizó del todo saber que la confianza de una porción relevante del poder económico argentino descansaba sobre cierto sector del sindicalismo nacional y popular, y que ese sindicalismo nacional y popular apoyaba a “nuestros” candidatos. Pero por otro lado y en el fondo, ¡qué lindo es pertenecer, Gorda! Yo que siempre fui un francotirador, de repente sentí en la sangre la fuerza del “nosotros”.
Hasta que emprendí la retirada, el flaco de corbata celeste no había resuelto el temita de los voluntarios. Porque la ley impide que cualquier paracaidista asuma la responsabilidad de controlar el comicio, de modo que los mismos ciudadanos que descreen de la política y huyen de la acción partidaria y hoy son los más entusiastas de la fiscalización de las próximas elecciones, indefectiblemente van a tener que recalar en un partido político para materializar su súbita vocación ciudadana. El meollo del problema era, hasta que empecé a despedirme al menos, la materialización del nexo entre la gente recolectada y las estructuras partidarias; cómo ponerlos en sintonía y fundamentalmente, cómo convencer a los que rechazan los sellos partidarios, llevar uno al menos por ese día. Algo del conflicto me recordó el misterio del eslabón perdido, jamás resuelto dicho sea de paso.
Cuando me fui el muchacho de anteojos seguía rascándose la cabeza. Corita insistía con organizar una gala de recaudación de fondos; sus amigas se anotaban para fiscales si les prometían que les tocaba en el Bayard; el canoso se comprometía a hablar con Francisco ese mismo sábado mientras taqueaban; el líder social se anotaba la reunión que el prominente empresario le había armado con el prominente sindicalista; las mucamas encaminaban hacia la cocina lo mejor de aquella tertulia y yo, a pesar de estar en la puerta, seguía con la impresión de no haber encontrado la salida.
Cuando me fui el muchacho de anteojos seguía rascándose la cabeza. Corita insistía con organizar una gala de recaudación de fondos; sus amigas se anotaban para fiscales si les prometían que les tocaba en el Bayard; el canoso se comprometía a hablar con Francisco ese mismo sábado mientras taqueaban; el líder social se anotaba la reunión que el prominente empresario le había armado con el prominente sindicalista; las mucamas encaminaban hacia la cocina lo mejor de aquella tertulia y yo, a pesar de estar en la puerta, seguía con la impresión de no haber encontrado la salida.
Mejor no la podías haber descripto, María! Gracias!
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