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viernes, 16 de diciembre de 2016

Política de agravios



El kirchnerismo, peronismo políticamente puro, en la práctica marcó una gran diferencia con las otras variedades de la especie: no practicó la inclusión que fuera bandera de su gestión; eligió y descartó con precisión los pasajeros de su colectivo. No era jerarca kirchnerista quien quería sino a quien se lo permitían. Esa práctica les granjeó enemigos que, de haber sido más inclusivos,, no hubieran estado en otro lugar sino en sus filas. Muchos peronistas e inclusive muchos periodistas, inicialmente simpatizantes de los modales autoritarios de Nestor Kirchner, quedaron descolocados y, sin elegirlo, aparecieron en la vereda de enfrente. Esta característica dista mucho del resto de los peronismos, en esencia ecuménicos. 

El PRO comparte con el kirchnerismo esa suerte de elitismo a la hora de sumar dirigencia a sus filas: porque predican el horror al peronismo aunque, en la práctica, el único peronismo inadmisible para ellos es el que no se pone la remera amarilla. Pero a su vez, no se pone la remera amarilla el peronista que quiere sino el que el PRO decide. No cansaremos haciendo la larga lista de peronistas históricos que son funcionarios de este gobierno pero cierto es que a algunos no los dejan subirse. El caso emblemático es el de Sergio Massa quien, según transcendió allá por 2015 cuando sus fuerzas  electorales mermaban, estaba dispuesto a acompañar a Cambiemos en una alianza con tal de batir al kirchnerismo. 

Cuando Macri, Peña, Carrió y Durán Barba (en ese punto la diputada coincidió con “el ordinario”) se negaron, tendrían que haber supuesto que un Massa “líbero” sería un hueso difícil de roer. Pero ellos tuvieron la opción. Habrán evaluado que pesaría más en la mochila propia y lo prefirieron enfrente. Es amateur soñar con que se quede esperando los tiempos del oficialismo. El PRO tiene que entender que la política no es una foto ni una película en la que solo ellos tienen movimiento.   

Tras meses de calma y colaboración massista en el Congreso Nacional y en la provincia de Buenos Aires garantizándole a María Eugenia Vidal una convivencia más que armoniosa, sobrevino el primer desacuerdo. Sergio Massa impulsó el tratamiento de uno de sus proyectos de campaña y consiguió su sanción vía negociación legislativa (para eso está el Congreso). Entonces, ¿es Massa ”impostor y traidor” (agravios personales que ni la propia Cristina Kirchner, afecta al destrato verbal, se atrevió a dedicar a un adversario)? O los epítetos hablan más del Presidente que del insultado? 

El presidente Macri llegó a esa conclusión porque su adversario político forzó al oficialismo a cumplir una promesa de campaña: tratar este año la reducción del impuesto a las ganancias y el reacomodamiento de las escalas. La cantinela de Cambiemos sobre que lo tenían previsto para extraordinarias no la cree ni Papá Noel: el proyecto del PRO se confeccionó a las apuradas y el que lo portaba aterrizó con la lengua afuera en la Mesa de Entradas de Diputados como Claudia cuando están bajando las persianas de los locales del shopping. 

Tan fríamente calculada estaba la maniobra que fueron derecho a los anales de la historia del Congreso como el primer caso de un proyecto de ley del Ejecutivo que fracasa en la sesión convocada al efecto por el propio Ejecutivo.

El engendro votado se arreglará, se vetará o irá a engrosar la maraña de engendros que nuestro Congreso no ha tenido empacho en votar a través de las últimas décadas. La ira y la carencia de templanza del Presidente ante un revés más publicitario que grave es inquietante. “Lo llevé a Davos” dijo Mauricio Macri refiriéndose a Massa como si se hubiese tratado de un favor personal. Los argentinos creímos que aquella invitación fue parte de una estrategia de largo alcance que intentaba transmitir varios mensajes: un estilo decididamente diferente de hacer política y un liderazgo personal también distinto, que incluía la presencia de un líder de la oposición en su comitiva . Además creímos que eso era beneficioso para él en lo personal por la imagen del país que quiso transmitir y que ese combo favorecería las gestiones que pretendía encarar la nueva administración. Ahora nos enteramos que lo llevó para ventaja exclusiva de Massa. 

Hasta hoy, no se escuchó ni la más tímida autocrítica de parte del oficialismo sobre su incumplimiento a una promesa de campaña, a la resistencia a dialogar el tema con la oposición y, por sobre todo, a la miopía política. La falta de destreza del macrismo devolvió protagonismo político a las figuras  más deleznables de la administración anterior. Que Recalde y Kicilloff volvieran al centro del ring es imputable al oficialismo, no a Sergio Massa, por ahora un actor de reparto que estaba, él sí, cumpliendo con su promesa de campaña. La experiencia se ve en las situaciones complejas y el kirchnerismo aprovechó la indolencia con la que el PRO mira a la política. 

Tras la aprobación de la ley Massa declaró que el episodio no debía leerse como la derrota del oficialismo. Massa sabe que este es el primer round de una pelea larga que va mucho más allá del tema Ganancias. Macri atacó como si se tratara de una situación terminal. Cuando Sergio Massa se perfilaba favorito para las elecciones de 2015 y comenzó a perder terreno hasta quedar tercero supo controlar los sentimientos y seguir adelante cuando todos, hasta muchos de los propios, creían que su carrera política estaba agotada. Ambos ejemplos son mucho más que dos estilos. Se trata de la forma de reacción ante la adversidad. 

Vienen tiempos difíciles para nuestro país. La economía se resiste a tomar el camino del crecimiento. La pobreza no nos da tregua. El delito goza de buena salud.  La educación no acompaña la desesperante necesidad de modificar la conducta social. La noción de autoridad brilla por su ausencia. La justicia no es una solución sino un problema. La gente mala percibe que la fiesta continua y no afloja ni en reclamos ni en excesos. La gente buena también percibe que la fiesta sigue y está cansada. 

 Ojalá que los recientes dichos del Presidente sean un lamentable exabrupto porque si se tratara de su forma de reaccionar ante situaciones adversas,tendríamos otro para sumar a la larga lista de problemas que nos aquejan.

sábado, 24 de septiembre de 2016

Menos de lo mismo



Crecí escuchando que “somos un país rico” mientras la realidad se empeñaba en desmentirlo. Algo raro pasa porque ese mensaje repetido hasta hoy nos describe como reyes pero el espejo nos devuelve la imagen de unos zaparrastrosos que viven a subsidios. Porque si es cierto que estamos llenos de recursos naturales también es cierto que, mientras permanecen en estado natural, no son recursos.

A través de las ultimas décadas hemos apilado beneficencia estatal hasta convertirnos en un destacado miembro del lote de naciones tercermundistas del planeta. Peleamos los peores lugares en la pruebas PISA con países tan remotos que hasta desconocemos su ubicación en el mapa. Cada año aumentamos la cantidad de planes sociales y, lejos de preocuparnos, nos enorgullece. Millones de habitantes reciben asistencia social para alimentar a sus familias, millones que tampoco pagan sus consumos de servicios públicos y a la mayoría de los millones que sí los pagan les parece bien. Podría deducirse que a todos los involucrados: asistidos, estado y pagadores les resulta menos gravoso mantenerlos económicamente que sacarlos de la indigencia. 

Recientemente se ha comunicado con satisfacción el “boleto estudiantil” . Hace unos cuantos años que los chicos van al colegio, principalmente, a comer. Suprimidos los aplazos y sin posibilidad de repetir grado, la escuela pública fue mutando hasta llegar a ser el engendro que es hoy. Ahora los chicos podrán trasladarse gratis a un lugar donde les regalan la     comida y las notas. En el fondo es lógico. Si el padre no paga la luz no hay razón para que el hijo pague el transporte y el  almuerzo. La asistencia estatal se ha vuelto cultura. O incultura porque, paradójicamente, quienes se empujan por entrar en el circuito de la dádiva oficial no salen más de pobres. Las consignas culturales de moda han sepultado la noción de dignidad y que el estado provea lo que cada individuo no puede alcanzar con el propio esfuerzo, ahora es un derecho. 

Nótese que las villas “miseria”, inolvidable legado de Perón que trasladó gente del interior a la capital y el conurbano para.    alterar el resultado de las elecciones en su favor, solían denominarse villas de “emergencia”. El concepto indica  excepcionalidad y durante varias décadas, así fue. El poblador de esos asentamientos estaba de paso hacia algo mejor. Mi madre, docente, censó durante años algunos de esos barrios marginales. Su recuerdo habla de familias humildes y prolijas que la recibían con amabilidad y algún bocadito casero. No iba acompañada por gendarmería, nadie le robaba ni la hostigaba; vio muchos manteles de hule, mucho tejido a mano y la expectativa de no volverse a encontrar en el siguiente censo.

Hoy no son más “villas de emergencia” porque no son más de paso. Los cartones y el adobe fueron reemplazados por materiales de construcción que los diferentes gobiernos, desde el peronismo a Cambiemos, reparten “gratis”. El proyecto pasó de erradicarlas a urbanizarlas, como si fuera posible urbanizar el espanto. El poder político ha decidido sepultar a sus pobladores sellando su suerte. Con cada bolsa de cemento que aceptan, esos “beneficiados” están firmando su declaración de pobreza permanente. 

El peronismo institucionalizó la demagogia. La Argentina tomó el veneno con las dos manos a partir de los ’50 pero setenta años después no es serio seguir lamentándose de aquella catástrofe. Los no peronistas estamos utilizando la misma paupérrima excusa de los que señalan al gobierno militar de los ’70 como responsables de los males actuales, cuarenta años después. Un día hay que madurar, hacerse cargo de la mochila que nos ha tocado y dejar de mirar para atrás. Sin exculpar a nadie, es hora de terminar con la descripción de los problemas y pasar a resolverlos. ¿Qué día hicimos de la miseria una virtud y cómo ninguna fuerza política opuso resistencia a semejante falacia? 

El punto de discrepancia es el diagnóstico. ¿Cuál es nuestro problema? ¿Qué hay que cambiar para que el país se encamine? ¿Es una cuestión de personas o hay algo más? El PRO entiende que son las personas. Ese es el diagnóstico
sencillo: se cambian las personas equivocadas por las correctas y listo, la cosa se arregla. Los que sostenemos que el
problema es el sistema entendemos que, cuando el sistema funciona, las personas son casi lo de menos pero que la tarea de cambiar el sistema es titánica y que para eso sí es preciso un puñado de titanes. 

Cambiar las personas es reemplazar a Kicillof por Prat Gay. Cambiar el sistema es pensar y aplicar una política que tenga como objetivo reducir los subsidios y el asistencialismo y es trabajar sobre una población empalagada de populismo. Es explicarle que cuando se reclama que de algo se haga cargo “el estado”, un asalariado estará haciendo el esfuerzo económico. Es aclararle a la opinión pública que “el estado” son los que trabajan y pagan impuestos, que “el estado” reparte el dinero ajeno porque “el estado” solo genera gasto. Cambiar el sistema es abandonar el tramposo paradigma colectivista de la igualdad que abrazamos hace décadas y dejar de temerle a la libertad.

Cambiar las personas es reemplazar a Garré por Patricia Bullrich o a Parrilli por Majdalani. Cambiar el sistema es degollar
 la connivencia entre la política y el delito. Es decidirse a no tener contemplaciones ni complicidades con la delincuencia. Es desarmar las mafias en Ezeiza, en la Aduana y en el futbol. Es arrastrar ante el Consejo de la Magistratura a cada juez y a cada fiscal que no se muestre implacable contra la corrupción, aunque se pierda una votación, o varias. Cambiar el sistema es animarse a hacer algo diferente a lo que se vino haciendo. Cambiar las personas es “infiltrar” agentes de seguridad en las fiestas para detectar narcotráfico o uso ilegal de armas. Cambiar el sistema es disponer de las fuerzas de seguridad en franca defensa de los ciudadanos y arremeter contra el delito sin complejos, sin “buenismo” ni tibieza respaldados en el Código Penal que manda “reprimir” la conducta antisocial. 

Cambiar las personas es reemplazar a Braga Menéndez por Durán Barba. Cambiar el sistema es decir a la población lo que tiene que saber esencialmente la verdad, con independencia de lo que marquen las encuestas. Es respetar a la  política porque es una ciencia y no instalar falazmente que venir de otro sector sin experiencia en la cosa pública es una cualidad en sí misma. 

Cambiar las personas es reemplazar a Lopérfido por Jorge Pititto. Cambiar el sistema es sostener al funcionario que dice la verdad, cueste lo que cueste ya que los principios no tienen precio. Es ser fuerte ante el embate de los que distorsionan la historia porque defender las causas justas nunca es gratis pero sería deseable que acá, como en algunas sociedades, valiera la pena. Porque la Conadep dice que los desaparecidos fueron 8600 y la diferencia entre la verdad y la mentira no es un número sino una forma de encarar la vida. Es la diferencia entre ser Fernández Meijide o ser Bonafini; es la diferencia entre ser una persona de bien o no serlo y porque ceder a la mentira es de cobardes, es vergonzoso y es imperdonable. 

Cambiar el sistema es dejar de vociferar contra la corrupción casi como una muletilla y luchar contra la impunidad que es lo que realmente nos destroza como sociedad y que sigue gozando de excelente salud a pesar del cambio de personas. 

La Argentina está grave. El peronismo la ha devastado pero el radicalismo no viene haciendo demasiado por modificar el rumbo y ahora, asociado al PRO, tampoco se vislumbra la intención de barajar y dar de nuevo. 



miércoles, 13 de julio de 2016

La Argentina maleducada


Por estos días, la Argentina muestra una intolerancia novedosa a la corrupción tras decenas de años conviviendo con ella y votando, inclusive con alegría, a políticos cuyo crecimiento patrimonial es imposible de explicar. Hay una reflexión que aún, por extremadamente escéptica, no es para descartar: lo que realmente molesta no es que roben sino que roben otros, dicen quienes sostienen que la indecencia es un cromosoma fuerte del ADN nacional. 

Exagerado o no, cierto es que se cuentan con los dedos de una mano quienes pudiendo participar de algún negocio de esos que a uno lo vuelven millonario de la noche a la mañana, han preferido rechazarlo. Y para confirmar esta versión está el empresariado argentino, partícipe necesario del escandaloso latrocinio perpetrado por los Kirchner y sus cómplices a través de una década. 

Ahora los ex funcionarios no pueden circular por la calle porque la gente los insulta. Poco rigurosos como somos los argentinos y políticamente correctos hasta la hipocresía, se le da en llamar “escrache” a eso que no es más que una reacción aislada y espontánea de personas que, sin proponérselo, se cruzan por la calle con las caras de la estafa. Los que insultan no se ponen de acuerdo, no van a buscar a nadie a la casa ni utilizan la fuerza colectiva en contra de nadie. Coinciden con otros en el repudio. 

El ex secretario general de la presidencia y el ex jefe de gabinete de Cristina Kirchner y más recientemente los hijos del detenido “empresario” K Lázaro Báez implicados todos en lavado de dinero, fueron insultados por gente que se los encontró en aviones y aeropuertos.
¿Es legítimo el enojo del público? Definitivamente sí. Esos responsables del descalabro se desplazan impúdicamente ignorando la responsabilidad que tienen sobre cada hambriento por la pobreza extrema a la que nos arrastraron y sobre cada muerto por la inseguridad que también ayudaron a instalar.    

Ahora bien, vamos más profundo. ¿Por qué ocurren esos episodios del todo desagradables? La respuesta tiene dos patas: faltan educación y justicia. No es más riguroso en las convicciones y en la moral quien exterioriza la indignación a los gritos pero, sin duda, es más maleducado. Los argentinos hemos perdido el don de gentes y nos hemos transformado en vulgares. Hemos caído realmente bajo. Hacemos cosas que la urbanidad prohíbe. 

La justicia es la otra gran deuda nacional. Porque lo peor que nos pasa como sociedad no es la corrupción sino la impunidad. Hace décadas que prácticamente nadie paga por lo que hace mal en la Argentina. Llevamos muchos años de un poder judicial politizado y si bien ahora parece decidido a encarar la atención de causas dormidas, todavía no hay una respuesta contundente desde ese poder del estado ante el reclamo generalizado de justicia.

La mayoría de jueces y fiscales argentinos están severamente cuestionados. Su independencia es ficción. Hoy, a pesar de las indagatorias, los procesamientos y las detenciones de un puñado de personas, no hay mucho más. Cada uno de los que arrumbó expedientes, ignoró pruebas y alargó procesos debe hacerse cargo de la cuota de responsabilidad que le compete en esta reacción popular de hacer justicia por mano propia porque son aquellos los que no proceden sobre quienes delinquen. 

El desafío de la nueva administración es inmenso: rescatar a un importante segmento de la población de una escolaridad insuficiente y deficiente, y devolver solidez al sistema republicano de la división de poderes para que la justicia retome el papel central que perdió enchastrándose en el barro de la política.

martes, 29 de marzo de 2016

La guerra empezó antes de 1976


Nota publicada en Infobae el 24/3/16

Mientras la sociedad se apresta a recordar un nuevo aniversario del golpe de Estado de 1976, los hechos ocurridos antes y después siguen enfrentándonos. La guerra librada en el país para contrarrestar el ataque subversivo nunca fue debidamente esclarecida. Desde el retorno al sistema democrático de gobierno, mucho se ha intentado por echar luz sobre esos años, por buscar justicia y por contar lo sucedido. Sin embargo, que cuarenta años después el tema nos mantenga divididos indica que la revisión no se hizo del todo bien.
Tras el reciente cambio de gobierno, hubo alguna esperanza en que se caminara hacia una auténtica reconciliación, que no significa entregar banderas, ni siquiera dejar de sufrir. Pero para seguir adelante es imprescindible asumir nuestra historia completa y es lo que no se hizo durante las últimas décadas.
Cuando las Fuerzas Armadas fueron convocadas por el Gobierno constitucional para “aniquilar el accionar subversivo”, el país estaba sumido en el terror, iniciado por el accionar de grupos armados paramilitares extremadamente violentos, entrenados en Cuba para matar. El tiempo transcurrido sirve para mirar con perspectiva los acontecimientos. Hoy se hace evidente que nunca se alcanzó un tratamiento pleno de los hechos.
Los movimientos de derechos humanos, que se multiplicaron en las últimas décadas, se enfocaron en demandas parciales. Desde entonces, sólo los grupos violentos que se armaron contra el Estado y el orden institucional del país tuvieron voz. Se escucharon con exclusividad sus reclamos, sus historias y su versión de nuestro pasado reciente. Sin entrar en la discusión respecto de esos contenidos, la narrativa de los hechos los erigió en víctimas. Y, casi por defecto, a quienes los reprimieron, en victimarios.
Pero la realidad suele ser más compleja que la explicación binaria que se quiso dar a aquella década trágica. Nos hemos cansado de escuchar: “justicia lenta no es justicia”. Pues verdad a medias tampoco es verdad. Que los terroristas se hayan reivindicado subiéndose al colectivo de las víctimas de la represión es una lectura sesgada y caprichosa de los hechos.
Una de las preocupaciones iniciales del presidente Mauricio Macri fue la de diferenciarse de Fernando de la Rúa, quien pasó a la historia como un hombre débil de carácter. En el apremio por generar hechos, Macri se equivoca y, a veces, rectifica. Tras sus primeros meses de gobierno y habiendo aventado aquella sombra al encarar rápidamente varios temas pendientes, corre otro riesgo: parecer improvisado. Hacer y, luego de las críticas, deshacer, puede interpretarse como el producto de decisiones tomadas sin la suficiente elaboración. Sus simpatizantes exaltan la virtud de rectificarse; sus detractores, la carencia de convicción suficiente para defender sus propuestas.
Mientras sus votantes festejan, aún eufóricos, el alejamiento del kirchnerismo y con él el clima de discordia, las cadenas nacionales y la arenga permanente, algunos observadores empiezan a reclamar la existencia de un plan maestro, una proyección más allá de la coyuntura, un catalizador que oficie de marco a las políticas implementadas.
Sin ello, los indicios en materia de derechos humanos no son auspiciosos. Más allá de la firmeza y a propósito del mensaje que pretende enviar, no suma que en el tema de derechos humanos el primer mandatario haya sucumbido al lobby de Abuelas de Plaza de Mayo y del presidente de los Estados Unidos, ya que ambos responden a intereses particulares que en nada coinciden con los de la sociedad argentina. Unas quieren mantener el peso político obtenido en la década anterior; el otro, construir un líder latinoamericano con epicentro en la temática de los derechos humanos, mientras que todos nosotros necesitamos trabajar sobre esa herida aún abierta.
Los actos previstos por la administración de Mauricio Macri alrededor del 24 de marzo, haciendo lugar a los reclamos de los organismos de derechos humanos para que no se escuche a las víctimas del terrorismo y tomando el año 1976 como fecha de inicio de la tragedia, hacen pensar en que tampoco ha llegado la hora de la verdad completa.
Del kirchnerismo no puede esperarse sino mala fe, pues fue una gestión signada por la mala fe, la trampa y el doble discurso. Pero en Cambiemos había depositada una expectativa distinta. No podremos superar nuestras diferencias mientras se siga consumiendo una versión falaz de nuestra historia reciente.
¿Qué tiene de memoria, de verdadero y de justo un acto que invisibiliza a gremialistas, empresarios, militares y civiles que el terrorismo asesinó? ¿Hay muertos de primera y muertos “kelpers”? A Augusto Timoteo Vandor lo mataron en 1969. ¿Qué les decimos como sociedad a sus familiares y a los de los sindicalistas José Ignacio Rucci (asesinado en 1973) y José Alonso (asesinado en 1970)? ¿A los del empresario italiano Oberdan Sallustro (asesinado en 1972)? ¿A los de los militares Jorge Ibarzábal (secuestrado en enero de 1974 y asesinado diez meses después) y de Argentino del Valle Larrabure (secuestrado en 1974 y asesinado en 1975)? ¿A los del juez Jorge Quiroga (asesinado en 1974) o a los del profesor Carlos Sacheri (asesinado en 1974)? ¿Son menos condenables los asesinatos de Paula Lambruschini, Francisco Soldati y los de miles de víctimas de ese terrorismo que sin piedad sembró de sangre y muerte la historia del siglo XX?
¿Cómo se puede adherir a la mentira de una historia mal contada? ¿Cómo se construye concordia sobre la falsedad? Un llamado a la unidad a partir de una injusticia está vaciado de contenido; es sólo un eslogan de campaña. Es puro marketing.
La ausencia de justicia ha sido tal durante estos años que, agotada esa vía, algunos presos se han dirigido directamente al presidente Macri para ponerlo en antecedentes de las irregularidades a las que están sometidos. Tal es caso de un suboficial principal que en 1973, con 17 años, ingresaba a la Escuela de la Fuerza Aérea, hoy detenido en Mendoza y cuyo proceso engrosa la lista de los que esperan, presos, que alguien resuelva sus situaciones. La respetuosa carta que Julio Escudero le envió a Mauricio Macri en diciembre pasado es la expresión afónica y desesperada de una situación insostenible para una sociedad que votó un cambio porque parece decidida a abandonar la anarquía y la adolescencia. Ahora falta que la dirigencia política también se anime.