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miércoles, 19 de agosto de 2015

Ecuación electoral argentina

Nota publicada el Jueves 13 de agosto de 2015 en "El País" de Madrid



De 70 años, entre 1945, fecha en que Juan Domingo Perón asumió la primera magistratura de la República Argentina y el presente, el peronismo gobernó 37, esto es más de la mitad del tramo. Su responsabilidad, entonces, sobre la decadencia actual no requiere de mayores precisiones.

A las puertas de una elección presidencial y en su rol de principal rival del oficialismo, la necesidad de diferenciarse de quienes han sumergido a la Argentina en los niveles actuales alentó a Mauricio Macri a intentar en los últimos meses un discurso de fuerte contenido antiperonista. Ese atrevimiento fidelizó a un impreciso número de simpatizantes que coinciden con su explicación histórica de la postración argentina. Pero resulta ser que la vida no es una foto y lo que fue, hoy puede no ser. Peronistas versus antiperonistas es la foto del siglo XX.

Si bien el peronismo es exclusivo responsable de haber Introducido conductas tan reprochables como inadmisibles en la vida política nacional, cierto es también que las mismas fueron notablemente contagiosas, al punto de que, en la actualidad, la corrupción no reconoce color partidario, salvo escasísimas excepciones. El hacer y dejar hacer se ha transformado en una modalidad de las clases dirigentes argentinas que, entre guiños y acuerdos, se entienden a las mil maravillas, por lo general, en desmedro del conjunto. En la Argentina, los beneficios de ejercer el poder en cualquiera de sus estamentos son tales que los que llegan conforman un formato muy parecido a la omertá. O tal vez al revés, no suele llegar quien no está dispuesto a hacer o a permitir que se haga.

Ese modelo de captación salvaje del estado para beneficio de unos pocos (lo que en el derecho penal  configura el delito de asociación ilícita) está agotado y hay quienes lo reconocen, aún entre los privilegiados miembros de las dirigencias política y empresarial. Ahora falta comprobar quién está dispuesto a cambiarlo. Porque no se trata de un mero reemplazo de autoridades sino de un cambio de paradigma. 

Así las cosas, si la confrontación peronismo-antiperonismo fue válida en el siglo pasado, en éste ha dejado de serlo. Primero porque el antiperonismo no es garantía de nada especial ni tiene patente de superioridad moral y luego porque el peronismo ha traspasado el tejido social de manera transversal y hoy sobrevive en todos partidos políticos sin excepción.

Plantear la próxima opción presidencial a partir de este antagonismo es poner a la población ante una disyuntiva sin salida pero, además, falaz. Porque hay peronistas en el Frente para la Victoria, pero también los hay en las filas de la coalición de Mauricio Macri con los radicales. Sin profundizar siquiera, el jefe de gobierno electo para el próximo mandato (quien fuera mano derecha de Macri) y uno de los dos senadores del PRO por la capital federal son de extracción peronista. 

La ley electoral argentina prevé un sistema original que se aparta del mundialmente consagrado 50% más uno. Pícaramente cincelada a medida del peronismo, la nuestra dice que el candidato que obtenga el 40% de los votos y una diferencia mayor a diez puntos porcentuales sobre la fórmula que le sigue en número de votos, resulta electo. Scioli está a menos de dos puntos de ese porcentaje: lo votó el 38,4% de los argentinos. El que le sigue es Mauricio Macri, con el 24,3.

El candidato presidencial  Mauricio Macri parece dispuesto a ignorar las ventajas que implica el dicho popular que aconseja “No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy” y especula con que va a ganar la carrera en el “ballotage”. El miedo de los precavidos es que el Frente para la Victoria consiga evitar esa segunda vuelta y cierre la disputa el próximo 25 de octubre, en la elección general.

La apuesta de Daniel Scioli, su competidor y garante de la continuidad de las políticas y las personas fieles a Cristina Kirchner, es audaz pero no imposible. En las recientes elecciones primarias fue el candidato más votado. Ambos deben salir a buscar más votos de los obtenidos el pasado domingo: Scioli, para llegar por lo menos al 40%. Esa posibilidad que pone al Frente para la Victoria ganando en primera vuelta le exige a Macri hacer todos los esfuerzos posibles para impedirlo.
 
Ahora bien. Un rápido recorrido de los demás candidatos donde deberán abrevar los dos principales contendientes arroja el siguiente escenario: el peronismo no kirchnerrista con distintas etiquetas obtuvo el  22,7% del total de votos en las personas de Sergio Massa (14,2), José Manuel de la Sota (6,4) y Adolfo Rodríguez Saa (2,1). El radicalismo, aliado de Macri, el 5,8.


Esta cuenta básica desmorona el ideal purista del PRO. Despreciar el aporte de ese casi 23% es suicida. Si Mauricio Macri pretende representar al 61,6% de los argentinos que no votó a Daniel Scioli y sueña con el final del kirchnerismo, la coalición electoral amplia se impone. 

lunes, 3 de agosto de 2015

Miedo para todos y todas

Finalmente, el gobierno K y el gobierno PRO acordaron la remoción de Colón de la Plaza Colón
Las mediciones y los pronósticos parecen indicar que hay dos candidatos cabeza a cabeza y dado que las propuestas no han sido, al menos hasta acá, el eje para marcar diferencias, es un ejercicio intelectual descubrir qué herramienta política va a esgrimir cada uno para diferenciarse en el tramo final de la carrera.
Ya no es el dinero el principal problema de las campañas de los candidatos presidenciales. No al menos en el caso de Daniel Scioli y Mauricio Macri. La amplia disponibilidad sobre los recursos públicos ejercida, como se ha visto a través de sendos aparatos de publicidad en sus respectivos distritos, les facilita la viralización de imágenes y consignas. Fotos, colores, globos, carteles, sombrillas y remeras son la cuota inocente de seducción sobre los eventuales votantes, pero es poco probable que con eso solo determinen la decisión de los que faltan.
Se desconoce la estrategia que encararía el PRO para transitar estos meses claves hasta octubre, pero el Frente para la Victoria, sin duda, construye su fortaleza alrededor del miedo.
Trabaja sin descanso sobre el miedo de los de abajo a perder los planes que reparte en su calidad de Estado con la discrecionalidad que caracteriza a los populismos. Acciona sobre sus rehenes, mientras les dice que solo ellos son garantes de la continuidad de la limosna. Lamentablemente para los sectores postergados tampoco eso es cierto, porque, si bien el sistema de dádivas debería abandonarse por perverso, todos los candidatos prometen más o menos lo mismo y solo alguno que otro explica cómo haría para liberarlos del yugo humillante de dar y quitar al compás de las conveniencias electorales.
Pero también el Frente para la Victoria trabaja sobre los sectores más acomodados de la pirámide, que reciben a manos llenas las ventajas de estar del lado del Estado gordo y, como consecuencia inevitable, corrupto. A pesar de su discurso demagógico y falsamente revolucionario, el oficialismo favoreció muchas industrias con proteccionismos varios. Cada uno de sus capitostes sabe perfectamente cuán aceitado tiene los contactos con el poder y, por si flaqueara su determinación a seguir protegidos al calor estatal, el kirchnerismo les mete miedo. Les recuerda que sus funcionarios controlan a la perfección la maquinaria de tarifas subsidiadas, fronteras poco amigables con el comercio internacional, impuestos demenciales a las importaciones para garantizar el “compre nacional”, la falta de competencia que les asegura demanda, “acuerdos” de precios y toda la batería de herramientas discrecionales.
También tienen miedo los empleados públicos que llegaron de a miles de la mano del camporismo, gente sin preparación académica ni técnica para ocupar espacios en ministerios, empresas y reparticiones varias, embajadas, medios de comunicación adictos y demás eslabones del engrosado engranaje de la burocracia estatal. Miedo de ellos y de sus familias, beneficiarias de sueldos con varios ceros que derraman en propiedades, viajes y estándares de vida inusualmente acomodados.
El kirchnerismo reparte miedo para todos como mecanismo para asegurar un piso de votos interesante procedentes de ambos extremos de la pirámide. Es una forma poco convencional de fidelizar clientes.
Los del medio, a su vez, también tienen miedo, aunque es un miedo distinto.
No por nada el mayor rechazo al régimen actual y el lote más numeroso de indecisos se concentra en los sectores medios. Esos sectores medios son el gran motor del crecimiento en las economías sanas. Porque la capa superior de la sociedad suele mirar las crisis de costado debido a los márgenes de estabilidad que provee la capacidad económica. Esos sectores medios tampoco son el otro extremo, esto es, los desenganchados del sistema a quienes el Estado, tarde o temprano, asiste. Son los que, librados a su suerte en materia económica, sin subsidios ni protecciones especiales, viven de sus ingresos mensuales. Pero, además, son el producto cultural de una lógica que el populismo ha masacrado a pura demagogia. Son los que responden a ese sistema de valores que inculca en el individuo la necesidad de asumir responsabilidades, para quienes es mejor estudiar que no hacerlo, porque capacitarse representaba, en esa forma de encarar la vida, la vía del progreso personal. La clase media no come de la mano del Estado ni pretende hacerlo, pero es la más vulnerable a sus excesos. Sin red, se esfuerza por alcanzar sus objetivos y mantenerlos en el tiempo; y en ambas batallas sabe que está sola, en el mejor de los casos, cuando no arrastra la mochila del Estado glotón que le mordisquea parte de sus logros.
Esa clase media, productiva y tal vez la menos contaminada de la sociedad, tiene miedo al kirchnerismo, porque sabe que, frente a ese poder omnímodo, no cuenta con la capacidad de lobby que tienen los sindicatos, los bancos, las cámaras empresarias, los políticos y hasta los pobres. La clase media no tiene vocero, no la defiende nadie, no tiene representación ni en la mesa de negociaciones ni en los medios de comunicación. Está diseminada. Y sabe que, por productiva, el populismo solo repara en su existencia cuando necesita dinero fresco. La clase media es consciente de que Daniel Scioli es más de lo mismo; que tal vez con menos aullidos que Cristina, también le va a meter la mano en el bolsillo y que el despropósito fiscal de esta década lo va a pagar con su trabajo.
La clase media reconoce la degradación reinante. Padece la inseguridad a diario; no usa, porque es deficiente, pero sostiene la salud pública; paga por un servicio que no le prestan, como paga por una educación estatal que tampoco utiliza.
La clase media le teme al peronismo kirchnerista y vive como una amenaza a su calidad de vida y a sus planes de progreso un eventual triunfo K.
Así como el oficialismo capitaliza con gran destreza el miedo que despierta, la fuerza opositora no parece advertir que, tras tantas décadas de discurso populista donde solo hay espacio para los pobres, es hora de levantar la bandera de la clase media.
La prédica populista ha calado tanto que el PRO no se anima a desmarcarse de ese mandato. Con otra estética que impacta solo en las formas, el macrismo insiste con los conceptos de redistribución, gratuidad y asistencialismo, que no son otra cosa que recetas de administración de la pobreza. Trabaja para repartir materiales de construcción en las cada vez más populosas villas de la ciudad a las que, en lugar de erradicar, tiene en mente “urbanizar”, como si fuese posible hacer habitable lo que es indigno de origen. Hasta no hace mucho tiempo, tal era la noción de transitorio que tenían esos lugares para sus habitantes, que “construían” con chapa y cartón. Macri provee materiales y Cristina Kirchner se maravilla de lo que han crecido esos asentamientos. Esa gente no sale nunca más de ahí y es consciente. Tal vez alguna generación anterior también llegó de paso y no logró salir, pero existía la ilusión de progresar. Hoy, no importa el color político de los administradores, la villa no es un escalón, sino un destino.
El PRO dedica muchos recursos a multiplicar las prestaciones “gratuitas” como cualquier administración socialista, sin explicarle a los eventuales beneficiarios que, ante todo, nada es gratuito; que ese no es el ideal; que no se trata de mecanismos virtuosos, sino todo lo contrario; que son producto de la extrema necesidad, que no son una solución, sino un mero paliativo y que es menester crear, ahí sí desde el Estado, las condiciones para que cada padre, cada jefe de familia y cada trabajador cubra de manera personal sus necesidades. Nadie le explica a la sociedad que estas son herramientas de excepción y que el objetivo de los gobiernos no debería ser ampliarlas, sino abandonarlas lo antes posible.
Como el PRO tampoco quiere debatir, no se sabe cuáles serían los ejes del crecimiento en una futura administración macrista. Si la presión tributaria seguiría a toda máquina para mantener el gasto social actual o si habría un cambio en la concepción del Estado. Es tal el silencio que es imposible intuir no solo qué piensa el partido al respecto, sino también, si siquiera lo ha pensado.
El peronismo volcó sobre la sociedad un cúmulo de dádivas que los gobiernos militares y también los radicales mantuvieron intactas. Pero el “cambio” que propone el macrismo, lejos de sugerir recortes a ese modelo populista probadamente fracasado, le agrega innovaciones europeas que aplica con idéntica impronta: gratis, y así el ciudadano que no anda en bicicleta, no manda a sus hijos a la escuela pública ni se toma la presión en la calle paga bicicletas, transporte escolar y estaciones de control de salud. O sea, son servicios gratis para quienes los consumen y pagos para los que no. Es un ejemplo básico de la “justicia distributiva” del populismo que nadie parece dispuesto a erradicar.
La clase media sabe que gran parte del Estado “dador” sale de su bolsillo y que, al no ser ni marginal ni poderoso, en el reparto solo le toca el ABL. La lógica de la clase media se lee con claridad en el voto del electorado de la capital: mientras la opción era PRO contra Frente para la Victoria, no dudó y el oficialismo porteño superaba el 60 % de las preferencias. En cuanto apareció una opción no K, se produjo una severa merma de ese porcentaje. Tampoco sabe a ciencia cierta si va por el buen camino, simplemente esa población está buscando; rechaza la corrupción, la venalidad y la manipulación del poder central, pero tampoco se encuentra del todo interpretado por el PRO.
El macrismo ha sobrevivido una década sin definirse ideológicamente. Tal vez sea hora de atreverse a hacerlo y decirles a los pobres que no está en sus planes abandonarlos a su suerte, pero también dirigirse a ese lote castigado de anónimos que luchan cada día por no retroceder, y prometer representarlos. Sería una novedad revolucionaria y, probablemente, el comienzo de un proceso de auténtica sanación social.