Un liderazgo ejercido bajo el signo de la
arbitrariedad acaba de caer de manera sangrienta frente a los ojos del mundo. Era
un final previsible para un sistema que había alimentado el enfrentamiento
interno y externo o sea el conflicto permanente, la pobreza, el rencor y la
ignorancia durante cuatro décadas. Las imágenes que llegan de Libia no difieren
mucho de las que, en esencia, nos devolvió la caída de Hussein hace unos años o
la de Mussolini hace unos cuantos más. Se cosecha lo que se siembra dice la Biblia
y parece ser que a los vientos les siguen, inevitablemente, las tempestades.
Que la violencia engendra violencia no es una novedad de
la historia política. Lo que resulta una verdad menos anunciada es la
repetición voluntaria de fallidos. Por eso, probablemente, sea más penoso para
quienes están conscientes de que en la Argentina el peronismo engendró la
violencia salvaje del siglo XX vuelva, y muy acompañado, por más con absoluta
impunidad.
Algún día el caso argentino será motivo de estudio en las
escuelas de política. Porque hay varios ejemplos de dictadores que se
instalaron con piel de cordero y luego mostraron quiénes eran realmente. Pero la
Argentina del siglo XXI elige la dictadura y como tal, como un capítulo de
suicidio colectivo, merece una investigación aparte.
El general Perón fue un emergente de su época, confeso
admirador del Duce (“Yo a Mussolini le copiaría todo menos los errores” supo
decir con ese desparpajo sádico que lo acompañó hasta la tumba). Los sindicatos
emergían en el espectro político a los codazos cambiando todo y acá, entre los
conservadores que nunca vieron nada y los radicales que siempre vieron mal,
Perón encontró una avenida por la cual avanzar sin dificultad hasta apoderarse
de todo, empezando por el poder.
Es cierto que la Argentina ilustrada comenzó a esfumarse
a la par de la aparición del peronismo advenedizo y la admiración que causábamos
iba perdiendo sentido.
Hoy, sin embargo, hemos recuperado la admiración
mundial. Nadie se explica cómo un país que fue una potencia económica y
cultural anda por el mundo incumpliendo palabra y compromisos, es sancionada
por sus vinculaciones con delitos transnacionales aberrantes, ampara
terroristas locales y extranjeros y a algunos los hace funcionarios y hasta jueces.
El mundo se admira ante una dirigencia corrupta y poco preparada que nunca está
a la altura de los ámbitos que gusta frecuentar, pero también se admira del
pueblo que los vota y los vuelve a votar.
Porque ese pueblo ya no puede aducir ignorancia, o sí,
pero no del tipo político. El pueblo argentino sabe perfectamente que está votando
corruptos y ladrones, terroristas, inescrupulosos y bandidos; y los vota, a
conciencia. La ignorancia del pueblo argentino pasa por otro lado. Esa población
que vota en masa al peronismo, en cualquiera de sus ofertas, ignora el valor de
los valores, de la honestidad, de los principios y de la ley y vota con el bolsillo.
Vota con el bolsillo que, con plata ajena, le llena Cristina Kirchner. Pero también
vota con el corazón. El pueblo argentino vota con el corazón lleno de los resentimientos
que alimentó el peronismo desde los tiempos de Evita y sus descamisados.
Una mezcla explosiva de dinero fácil y rencores
difíciles ha sembrado en la gente el movimiento político más nefasto que ha
visto la nación.
Hoy, cuando la elección de autoridades sella un
acuerdo tácito de consentimiento mutuo de delito y vagancia entre electores y
elegidos, es muy difícil encontrar motivos para festejar.